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LOS CAMINOS: HISTORIAS Y OLVIDO 

Por: Laura Cano 

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No llevábamos mucho de camino. La diferencia con la ciudad empezaba a hacerse más notoria con los kilómetros recorridos. El plan era ir hasta Icononzo, Tolima. La ruta iba desde Bogotá, saliendo por la Autopista Sur, pasando por lugares conocidos por muchos como: Silvania, Fusagasuga, Chinauta o Pandi.

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Ahí, en el último, el ritmo citadino empezaba a desaparecer con más fuerza. El olor del aire, su densidad cambió. La carretera dejó de ser pavimentada, los caminos contaban de trabajo, de la vida campesina, de olvido, de soledad

En pocos minutos ya estábamos en Icononzo, un municipio del Tolima ubicado al oriente de este departamento, donde unos kilómetros más adelante llegaríamos a Pueblo Nuevo, corregimiento de la zona. Sus casas, sus calles parecían estar detenidas en el tiempo.

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No fuimos tan lejos, y ya la Colombia de todos los días, la que estaba acostumbrada a ver, la que en mi diario se reducía a una ciudad, era completamente diferente.

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De Pueblo Nuevo saldríamos con una historia, la de Ana Caro. Una mujer campesina, una mujer en la que la resistencia y la esperanza han sido banderas en su vida. Ella que es madre, hija, abuela…

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En su casa estaba junto a su hijo menor, Andrés y su nieta Karen. Actualmente trabaja con la Junta Comunal de su pueblo, hace parte de la veeduría de género donde está con voceros de la Farc, partido de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común; entidades estatales y estudiantes universitarios que apoyan el proceso de implementación de lo pactado en la Habana.

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No llegó allí sin motivos o convicciones, o porque su vida la hubiera pasado dentro de instituciones políticas. No, por el contario llegó allí buscando la forma de repararse a ella misma y a todos los habitantes de Pueblo Nuevo.

Ana tiene 66 años, desde muy joven recorría junto con sus padres el Páramo de Sumapaz huyendo de la guerra que se empezaba a desatar en el país. En su adultez tres muertes; la de dos de sus hijos y la de su esposo, un militante de la UP, la convirtió en una de las 8.376.463 víctimas del conflicto armado según el Registro Único de Víctimas (RUV).

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Las tres pérdidas de estas vidas ocurrieron en hechos que hasta hoy no tienen claridad, y aunque Ana cuenta que “muchos me decían que había sido la Policía, otros que el Ejército, algunos que las FARC, nunca se supo bien lo que sucedió, porque una de las estrategias para que no se conociera la verdad era llegar vestidos de otra cosa diferente a la que eran”.

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Desde entonces Ana trabaja por procesos de verdad, no con sed de venganza o de encontrar culpables en una coyuntura donde la culpabilidad parece esconderse y repartirse en otras miles de historias. Ana trabaja desde la palabra por construir a partir de la colectividad un municipio donde la tranquilidad y la paz de sus habitantes estén presentes, donde la participación política apoye procesos de reconciliación hacia la reparación y no repetición.

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Entre tintos, lagrimas, recuerdos y nostalgia el relato se iba terminando y nosotros seguíamos el camino, que ahora ya no iba hasta Icononzo, pues decidimos seguir en la misma dirección.

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Pasaron casi tres horas bajando por la carretera en la que no dejaba de tener presencia la niebla. Algunos campesinos nos saludaban a los lejos. Las matas de plátano, los grandes cafetales nos recordaban de nuevo que ya no estábamos en Bogotá.

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Llegamos a La Aurora, Tolima. Desde Icononzo ese fue el único pueblo que volvimos a ver. En el camino nos encontramos algunos caseríos, algunas escuelas, pero también mucha soledad, soledad que allí ratificaríamos.

Ha sido el primer lugar de Colombia que visitó donde la noción de pueblo se me disolvió entre calles vacías. Quizá tenía el imaginario erróneo de que todos los pueblos de Colombia son definidos por el ruido, la gente, las plazas llenas, la iglesia imponente en el centro. Pero allí me di cuenta de esos otros pueblos, esos que no salen en las rutas turísticas, esos que hay que pasar largas horas por carreteras no pavimentadas, esos que nos cuentan de esa otra Colombia de la que tanto tenemos que aprender.

En La Aurora habían dos grandes protagonistas: el olvido y el silencio. Allí el tiempo parecía hacerse más largo, y allí comprendí que la ruta nos tiene que llevar por todos los rincones de Colombia. Aunque pasaron casi siete horas de recorrido, en realidad la distancia entre Bogotá y este pueblo no es mucha. No hace falta ir muy lejos para descubrir que en nuestro país hay lugares que nosotros y el Estado los tenemos reposando en la historia hace años. Que basta escuchar lo que allí sucede y ha sucedido para pensarnos desde las periferias, para no centralizar los relatos, para no pensar a Colombia desde las ciudades o los lugares más concurridos.

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Basta con saber que Colombia también es esos caminos que muchos no han caminado; esas historias que no hemos escuchado, que muchos no han contado; esos lugares que dicen mucho de soledad y olvido.

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